Diciembre 2016
Marruecos no es Europa ni occidente. El viaje por las tierras europeas suele ser diferente, muy centrado en hacer los recorridos turísticos basados en museos y monumentos. En Marruecos, sin embargo, el turista tiene una sensación entre exotismo y descontrol.
El choque es tan grande que con pasear y meterte en cualquier bar ya te vale, y así observar los quehaceres de la gente. Lo habitual para mí en Marrakech era ir a dar una vuelta a perderse y a ver qué se cuece en la plaza Jemaa el Fnaa, es decir, callejear sin rumbo.
Cuando íbamos paseando por sus estrechas calles, mirando a todos lados y sorprendiéndonos de cada acción, nos diferenciábamos claramente de los marroquíes. Vestimos diferente y somos más blancos.
Pero el rasgo más notorio del turista es nuestra mirada y nuestro ritmo social. Cuando uno ve cosas nuevas e impactantes tiende a mirar diferente, con curiosidad, expectante a todo lo que pasa a nuestro alrededor. Algunos extranjeros sienten miedo; otros se sienten perdidos; yo sentía pasión. Esa mirada y ritmo social se percibe en cualquier lugar y sirve para identificar turistas. Cuando vemos uno por nuestro barrio, lo notamos inmediatamente. Ese caminar expectante y desconcertante puede cambiar hasta convertirse en algo natural, y así ser más indetectable.
El descontrol y la energía convierte a Marrakech en una ciudad fascinante. Cada segundo ocurre algo interesante. Tomamos el bus desde el aeropuerto a la plaza central. Nos llamó la atención la arquitectura color barro y el tráfico anárquico. Una vez llegamos a la “big square” o a la “plasa grande” como decían ellos -al centro neurálgico de la ciudad- dimos un paseo y nos acabamos perdiendo por la Medina (el barrio antiguo) y su gigante zoco (mercadillo tradicional árabe).
La plaza deja atónito a cualquiera: monos, serpientes, predicadores, músicos y zumos de naranja a 40 céntimos. Todo eso y mucho más, variando a lo largo del día y con una animación constante e abrumadora.
Pasear por allí era realmente increíble. Sin darte cuenta, un marroquí ya te está llevando a su negocio de dátiles, otro te está llamando para que acudas a su puesto de dulces y otro te está colocando un mono en el hombro. La sorpresa hace que no puedas reaccionar frente a la insistencia de los marroquíes. Con los días vas aprendiendo a actuar con relativa educación, a ser capaz de ignorar a la gente.
Por las estrechas calles de la Medina uno tiene que saber que los vehículos tienen preferencia a las personas. Eso de la “educación cívica” de respetar los semáforos no existe como tal en Marruecos. Sea un burro cargado, una moto con dos niños sin casco o un camión, siempre te tendrás que apartar o te arrollaran. De hecho, ese mismo día iba caminando y me dieron un pequeño golpe en la espalda. Me giré y era un burro. Este caos urbano desprende, no obstante, una mística harmonía.
Queríamos tomarnos un té y no sabíamos dónde. Vimos unos cuantos lugares pero eran para turistas, y por ende los precios eran realmente desorbitados. La regla número uno para entrar a un sitio autóctono es observar quién hay consumiendo. Si hay marroquíes no dudes en entrar. Siempre me ha gustado meterme en lugares raros. Y café Berber era un sitio un tanto tétrico, así que subimos la misteriosa escalera y entramos a una especie de tetería marroquí.
Nos sentamos, pactamos más o menos el precio, y pedimos un té. También nos trajeron pan con una especie de caldo de garbanzos. El sitio era relativamente agradable y se respiraba un buen ambiente. Estaba regentado por un padre y su hijo. Iba entrando gente, se tomaba el té, algunos se fumaban su canuto de hachís y se volvían a ir.
Salimos de la tetería, a eso de las 11:00, en busca del Riad que previamente habíamos reservado. No sabíamos dónde estaba y el centro de Marrakech es un pelín laberíntico. Así que nos dejamos guiar por nuestro instinto y utilizamos el mejor y más útil medio de comunicación: el boca a boca. Costó pero acabamos llegando. Tras meterse por estrechas callejuelas, un hombre nos ayudó a encontrarlo. Allí todo el mundo se conocía la Medina perfectamente. Por la noche esas callejeuelas cambiaban completamente, volviéndose en lugares más tenebrosos y emocionantes.
El Riad era realmente bonito y agradable. Hacía frío. Los custodiadores, gente joven y occidentalizada que hablaba inglés, nos ayudaron y se mostraron muy amables. Nos llevaron a la habitación compartida de catorce personas. La primera noche dormimos únicamente nosotros, pero luego fue llegando gente. En comparación a los precios europeos, dormir por 7 euros una noche es muy barato. Teniendo en cuenta, además, que los precios estaban al alza por tratarse de una temporada concurrida. Hace dos semanas, según nos comentaron, podías dormir por 4 euros en ese mismo hostal. Y en según qué sitios por Marruecos, según la época, podrías dormir por un euro.
La mayoría de jóvenes marroquíes visten de dos maneras principales: chándal o chilabas.
El hostal Riad Diad lo descubrimos mediante HostelWorld. Tras un proceso de deliberación, lo escogimos por varias razones. Pero algo que nos atrajo fue que tuviese lockers y el desayuno incluido, aunque la realidad muchas veces es diferente. El sistema de seguridad del hostal funcionaba en la buena voluntad y confianza de la gente. Nadie robaba, por tanto no ibas a robar. No había llaves de las habitaciones ni taquillas. Al principio resultaba un poco chocante, luego lo aceptabas y te fiabas. Era inevitable cuando observas buen rollo. Según Internet el desayuno estaba incluido pero nos lo querían cobrar. Nos acabamos negando y conseguimos nuestra recompensa.
Dentro del hostal conocimos a bastante gente como por ejemplo a un ruso de unos 40 años, pronunciadamente antiamericano, que se dedicaba a la compra venta de ropa y a algún que otro negocio más oscuro. Nos invitó a una botella de vino. Me hizo gracia porque el tío justificaba la pobreza en Marruecos debido a que “los marroquíes no les gusta trabajar, prefieren fumarse un porro” o también nos dijo que Cataluña estaba en contra de los rusos, ya que no les dejaba urbanizar las zonas costeras. También conocimos a unos burgaleses puretas que iban con toda la tranquilidad del mundo, a una pareja de brasileños muy simpáticos y a un gironés que se proponía a cruzar el Sahara con un ciclomotor.