Diciembre 2019
Un pequeño resumen-reseña sobre el libro Identidad de Francis Fukuyama, uno de los pensadores contemporáneos más influyentes del mundo.
Su tesis el fin de la historia explicaba que tras la caída del comunismo el mundo entraría en un periodo marcado por la combinación de democracia y libre mercado.
Los postulados de Fukuyama siguen en debate treinta años después, ahora complementados con eso llamado Identidad.
¿Por qué no entendemos nada? ¿Por qué el mundo ahora es tan caótico y desconcertante? ¿Es útil la tesis del fin la historia? ¿Qué es la Identidad?
El libro me ha gustado y me ha parecido una buena herramienta para entender la política de identidad que viene.
Identidad de Fukuyama es un manual de únicamente 200 páginas, un intento de mejorar las teorías de nuestra Alma.
Fukuyama en su prefacio avisa de varias cosas. Primero que escribe el libro por Donald Trump, preocupado por la decadencia de su país, Estados Unidos. Segundo, advierte a los diferentes comentaristas que su libro El fin de la historia y el último hombre fue malinterpretado. En él, debíamos entender al concepto de historia como “modernización” o “desarrollo” y a fin como “meta” más que como “terminación”.
La Identidad se basa en primer lugar en el reconocimiento, en la dignidad humana. En las democracias liberales sale a la luz mediante la lucha por el reconocimiento por parte de diversos colectivos como mujeres, musulmanes o negros. Es decir, la lucha por sus derechos como humanos.
Fukuyama aboga por una teoría del alma mejor, a la que le llama el thymós, un concepto que hace referencia a “espíritu” en el mundo griego, a esa parte de nuestro Yo interior que busca el reconocimiento. Según Platón, el logos busca la razón, el eros el deseo y el thymós la emoción.
El thymós pone en entredicho a esas teorías economicistas que pretenden entender el comportamiento humano mediante criterios de utilidad, por ejemplo. Hay soldados que se sacrifican en una guerra sin obtener nada a cambio ¿Cómo entendemos ese comportamiento?
El thymós podía expresarse mediante dos conceptos: la megalotimia y la isotimia. A lo largo de la historia, las sociedades fueron cambiando de la megalotimia (el reconocimiento de ciertas personas como superiores) a la isotimia (la igualdad de valor de todos nuestros semejantes).
Muchas de las élites se mantenían por su megalotimia: aquel que ganaba la guerra se quedaba el poder, y esto se perpetuaba a través de los siglos. Esos vencedores habían arriesgado su vida, habían administrado sus sociedades, habían luchado como guerreros… Y por tanto merecían el poder.
Con el advenimiento de las democracias se iban poco a poco concediendo derechos a los diferentes miembros del estado nación. Aun así, había ciertos individuos, como soldados, policías y bomberos, que eran considerados como héroes y por tanto merecían reconocimiento. En la plaza Maidan en Kiev (Ucrania) observé esa política de identidad, que se basa en parte en el orgullo de aquellos que murieron por la patria ucraniana frente a la agresión de Yanukovich y Rusia. Había diversos memoriales y la guía lo explicaba con mucho fervor; las víctimas eran parte de la identidad, ilustradas mediante el sacrificio por la patria.
En el mundo de hoy muchos colectivos piden reconocimiento, que les traten por igual que a sus semejantes. Pero esto no siempre ha sido así. En el siglo XX se produjeron diversas revoluciones de colectivos olvidados como estudiantes, mujeres y minorías racializadas, entre otros. Más adelante, ya no era cuestión únicamente de ser mujer, si no de ser, por ejemplo, mujer negra y musulmana.
Los ángulos de la identidad se hacían cada vez más precisos y complejos: en cualquier individuo se podían diagnosticar opresiones y privilegios. Cuanto más se excavaba, más se veía.
Simone de Beauvoir utilizaba el concepto de “experiencia” y “experiencia vivida” en su famoso libro El segundo sexo (1949). Cada uno (o una) vivía una realidad diferente, y se preguntaba ¿Acaso tú, hombre, has sufrido acoso alguna vez? ¿Sabes lo que significa ser mujer? La experiencia vivida de una mujer era completamente diferente. Así pues, la mujer debía buscar su propia identidad.
Fukuyama se adentra también en las profundidades de la filosofía política para buscar los orígenes de la Identidad. La demanda del reconocimiento ya existía en La República de Platón, como se menciona anteriormente. Luego explica el origen del protestantismo, de como Lutero se rebela contra la tiranía de la Iglesia católica. Habla de los paseos solitarios de Rousseau y de la felicidad humana, de Adam Smith, de Kant, Karl Marx y de Hegel. El reconocimiento existía, pero se expresaba diferente.
La dignidad humana de Kant se generaba mediante “la capacidad del individuo para tomar decisiones morales adecuadas, por religión o por razones seculares”. Y Nietzsche mató a dios cuando dijo que los humanos podían desarrollarse por sí solos sin la guía espiritual de la religión.
Occidente, al fin y al cabo, se basaba en una cosmovisión cristiana. La religión había dado los valores.
Hasta la aparición del nacionalismo y la identidad nacional. El primero aparecía con las migraciones del mundo rural al urbano, de la aldea a la ciudad; cuando pasabas de tener lazos familiares y afectivos a estar en una fábrica con individuos desconocidos. Ahí la nación constituía la base de la modernización, del desarrollo, de la industrialización, de los ejércitos.
El mundo se convirtió en un mundo de naciones que competían o cooperaban entre ellas, ¿Pero qué escondían en sus interiores?
Siglos después, el mundo occidental actual es mucho más diverso. Además de que las identidades se han acentuado, la globalización ha propiciado más movilidad de personas e ideas y profundos cambios en la división del trabajo internacional. El reto entonces es intentar entender esta diversidad.
Otro de los temas que trata Fukuyama es la izquierda y la derecha, la libertad y la igualdad. En el siglo XX, con las revoluciones comunistas y la guerra fría, las derechas se centraban en liberalizar el Estado y las izquierdas se centraban en reducir la desigualdad. En los años ochenta comienza el neoliberalismo, en los noventa cae el comunismo, en los dos mil comienza la lucha contra el terrorismo y la década siguiente se caracteriza por la crisis económica.
A la vez que las derechas ganaban terreno, el mundo obrero “desaparecía” con la caída del comunismo y la llegada de la era tecnológica-financiera. Así pues, las derechas se centrabas en defender la identidad nacional y las izquierdas en reivindicar las identidades. Muchos ciudadanos de los países de acogida ven a los migrantes como amenazas para su identidad nacional, a sus costumbres, a su religión, a sus formas de vida, y otros los ven como una manera enriquecer culturalmente a las sociedades. Finalmente, izquierdas y derechas han adoptado las políticas identitarias por igual.
El siglo XX se basaba en la lucha por la igualdad, y el siglo XXI en la lucha por la libertad.
La Identidad no es ni mala ni buena de por sí, sino una “respuesta natural e inevitable de la injusticia”, pero presenta importantes riesgos como el olvido de los factores socioeconómicos (preponderancia de aspectos culturales), la desatención de los grupos “más veteranos y grandes” (véase clase obrera blanca afectada por la globalización), el peligro de la libertad de expresión y la corrección política.
Poco a poco, conforme avanza el libro, el autor va sacando a la luz sus propuestas. En el capítulo “De la identidad a las identidades”, expresa lo siguiente:
“El cambio en la agenda de la izquierda y de la derecha hacia una mayor protección de identidades grupales cada vez más específicas, en última instancia amenaza la posibilidad de la comunicación y la acción colectiva. La solución no es abandonar la idea de identidad, concepto fundamental para entender la manera en que las sociedades modernas piensan acerca de sí mismas. La solución pasa por definir identidades nacionales más amplias e integradoras que tengan en cuenta la diversidad de facto de las sociedades democráticas liberales”
La Identidad es consecuencia del mundo moderno. La inmigración y la diversidad son cuestiones positivas en líneas generales, beneficiosas para las sociedades a largo plazo. Pero la identidad aparentemente más importante sigue siendo la nacional, necesaria para que “funcionen” los países, ya que otorga seguridad física, determina la calidad del gobierno, facilita el desarrollo económico y genera confianza.
Fukuyama toma el ejemplo constante de la identidad estadounidense y europea. Ser norteamericano tuvo (o tiene) un componente étnico (británico), lingüístico (idioma inglés) y religioso (cristianismo protestante), sin olvidar la democracia y el respeto a las leyes derivadas de la revolución. Estados Unidos, con su larga tradición de recepción de inmigrantes, ha sido históricamente una “nación de destino”.
Ser europeo, por otro lado, gira en torno a una “conciencia europea posnacional”, una esperanza de unión política y económica tras guerras sangrientas. Pese a la Unión Europea, el debate entre la soberanía del estado y la unión sigue en pie: ¿Qué identidad es más poderosa? ¿Por qué los británicos se van?
La perspectiva de Fukuyama está un poco limitada a la visión del mundo occidental, que al fin y al cabo es su mundo democrático, libre y pacífico; el que está en “peligro” por las presiones internas y externas. Me gustaría saber cómo se desarrollará su teoría del fin de la historia con el giro hacia Asia, con el cambio del Atlántico al Pacífico, con la disputa entre Estados Unidos y China.
Su tesis del fin de la historia va perfeccionándose, añadiendo la cuestión de la identidad: “el orden político nacional e internacional dependerá de la existencia continua de democracias liberales con identidad nacionales inclusivas”.
En el último capítulo, titulado “¿Qué hacer?” (como el famoso libro de Lenin) explica el desconcierto actual respecto a nuestro thymós, nuestro yo interior, influido por la compleja, dinámica y disruptiva modernización. Según el autor, se tiene que seguir abordando la política de la identidad y los debates que esta acarrea (migraciones, identidad nacional, etc.) bajo el espectro de la democracia liberal, en convertir la “la experiencia vivida en mera experiencia”. En reconocer que las nuevas identidades “pueden compartir valores y aspiraciones con círculos de ciudadanos mucho más amplios”.