La historia de Daniel Blake es una de aquellas que te estremecen por dentro y que producen una mezcla de rabia, por los desmanes de la clase obrera en el capitalismo postindustrial, y pena, por la impotencia que supone luchar sin conseguir resultados.
Si uno va a ver “Yo, Daniel Blake”, del izquierdoso director británico Ken Loach, que se prepare para una profunda dosis de realidad y una crítica furibunda a las deficiencias de un sistema social decadente.
Blake te dejará destrozado: el drama te persigue a lo largo de esta gran película y saldrás del del cine con “mal cuerpo”, con lágrimas entre los ojos.
La trama se desarrolla en un barrio obrero de Newcastle (Reino Unido), en el que Daniel Blake, un carpintero de unos sesenta años que ha sufrido recientemente un ataque al corazón, tiene que solicitar una ayuda de minusvalía.
En la primera escena de la película se muestra ya la idea central de la película: la incapacidad del Estado para resolver problemas. Mientras que la doctora le ha diagnosticado a Blake la incapacidad para trabajar, la administrativa de sanidad (subcontratada por una empresa) le dice básicamente que necesita “papeleo” para acabar de solicitar su ayuda.
El “papeleo”, es decir, la burocracia, es uno de los grandes impedimentos del protagonista para seguir viviendo con relativa normalidad, que definitivamente le acaban llevando por el camino de la amargura.
A lo largo de la película se muestra cómo el Estado neoliberal burocrático, desmantelado por un sector privado cada vez más poderoso, es incapaz de resolver el simple problema del viejo Blake.
La socialdemocracia de los años sesenta creía haber creado el sistema perfecto, un Estado del Bienestar en el que obreros y burgueses vivían en un pacto social permanente; todo el mundo vivía bien y nadie se quejaba.
Pero la realidad de la Inglaterra actual es drásticamente diferente. Desde que el neoliberalismo entró con fuerza en el país de la mano de Thatcher, las desigualdades se acrecentaron y el Estado se mercantilizó más.
Y en este caso, el Estado moderno no cumple con lo que debería ser su función principal: garantizar la supervivencia de sus conciudadanos.
Pero es que la crítica a la burocracia que ha hecho el neoliberalismo es una falacia: simplemente han cambiado los gestores.
No ha desaparecido y bajo la apariencia del empoderamiento individual, el ciudadano se encuentra más desprotegido que nunca. Y más aún si formas parte de un colectivo vulnerable como lo son las personas mayores de 50 años dedicados a trabajos manuales que se ven amenazadas por la digitilización y la robotización en las economías avanzadas.
La brecha digital persigue a Blake toda la película. El es un trabajador sencillo, un currante con cuarenta años de experiencia, un manitas que es capaz de construir y repararlo todo. Pero la tecnología informática está enemistado con él, por lo que llevar a cabo gestiones administrativas mediante ordenadores le produce auténticos quebraderos de cabeza.
Lucha a capa y espada durante toda la película, pasando del intento a la frustración, y de la frustración a la impotencia. Las soluciones que le ofrecen en la administración resultan imposibles para Daniel Blake. Le piden a un hombre de sesenta años que jamás ha tocado un ordenador que asista a clases de coaching y que haga un currículum vitae enfatizando sus capacidades y destacando del resto.
Este Estado neoliberal burocrático supone una “fusión hipertrofiada” entre sector público y privado, produciendo, en palabras de David Graeber, una “cultura de la auditoría” derivada del sector financiero, que se inflitró en los servicios públicos mediante palabras como excelencia, innovación, visión y resultados.
Daniel Blake, con dificultades y cada vez más desmotivado, pide ayuda a mucha gente pero no consigue lograr sus objetivos y se acaba rindiendo. El momento álgido de la película ocurre cuando Blake, harto de los incompetentes e inhumanos administrativos del Estado, decide hacer unas pintadas reivindicando su difícil situación en las que escribe, a modo de grafitero, ”I Daniel Blake demand my appeal date before I starve and change the shite music on the phones“ y acaba teniendo el apoyo de la gente que andaba por la calle en ese momento, hasta que llega la policía y se lo lleva acusado de delincuencia.
Sin embargo, la solidaridad les hace fuertes.
Daniel Blake es acompañado de una joven madre soltera con dos hijos, Katie, que ha venido a vivir a Newcastle -dadas las dificultades de vivir en Londres por el alto coste de vida- y que se encuentra en una situación muy vulnerable.
Al principio de la película, Katie y Daniel establecen contacto en el lugar que más odian, el departamento de ayudas. Ambos se ven menospreciados por el Estado y sus administrativos, que los ven como meros clientes, hasta que son expulsados por el agente de seguridad después de montar un “numerito”. Ahí radica la relación de solidaridad entre los dos, que aun tratarse de situaciones muy diferentes, acaban compartiendo unos lazos muy fuertes; el miedo, la impotencia y la pobreza.
La situación de Katie es incluso más alarmante que la de Daniel. Ilustra a otro de los colectivos más vulnerables de la sociedad, las madres solteras pobres con hijos, que tienen que buscarse la vida para alimentar a su familia, aceptando cualquier cosa para sobrevivir.
En este sentido, se ve obligada a no alimentarse y a tener que asistir al banco de alimentos. La escena es cuanto menos dramática para Katie: en un momento de locura, abre una lata y comienza a comer; acto seguido rompe a llorar por la impotencia.
La cartilla le permite una serie de alimentos, pero no incluye compresas, por lo que también se ve obligada a robar en el supermercado. El agente de seguridad la pilla por las cámaras y la envía hacia el despacho del encargado, el cual se muestra benévolo y le deja ir con lo robado. Pero justamente antes de irse, el agente le ofrece un trabajo, dándole un papel con un número.
Y este es otro de los problemas de las mujeres solteras pobres en un sistema patriarcal: la prostitución. A escondidas, Katie se ve obligada a trabajar de señorita de compañía para sobrevivir.
La impotencia de Blake y Katie a lo largo de la película se va acrecentando conforme van luchando contra el Estado neoliberal burocrático, mientras su situación va empeorando cada vez más.
Daniel al principio de la película tiene sus elementos de viejo cascarrabias, pero acaba hundiéndose en la pobreza y la penuria, viéndose obligado a vender muebles y a renunciar a derechos básicos como la calefacción. Ayudar a Katie en los cuidados de la casa, sea cuidando de los niños o arreglando muebles, supone a Blake una motivación, mostrando así esa solidaridad obrera entre dos personas que se encuentran solas y que necesitan un apoyo mutuo para sobrevivir, tanto económicamente como mentalmente.
La historia de la clase obrera es una historia de supervivencia
Además de con Katie, Daniel también establece una estrecha relación con su vecino, un joven negro, que intenta convertirse en un empresario mediante la compra de unas bambas por internet. Al igual que Daniel y Katie, la necesidad hace que los individuos tengan que buscarse la vida para sobrevivir.
Ni el Estado protege, ni el sistema económico es capaz de dar trabajos remunerados decentes.
En líneas generales, “Yo, Daniel Blake” es una película que te hará darte cuenta de los déficits de las administraciones y de los problemas de la clase obrera; del sufrimiento que supone ser pobre. De lo fácil que debería ser resolver problemas y lo supuestamente difícil que resulta. Daniel Blake no la verás en Cinesa.
Como dice el protagonista: “No voy a rendirme. Si no te respetas a ti mismo, mejor dejarlo”.