Agosto 2016
Llegar de nuevo a El Vedado fue una sensación parecida a cuando uno vuelve de vacaciones. La vuelta a casa, al barrio. Esa sensación extraña de “esta zona me la conozco”. Ya no nos sentíamos perdidos. Le cogimos tanto cariño a esa zona y a esa familia que decidimos pasar 6 días más en La Habana, llegando a 13 en su totalidad.
Como llegamos por la tarde, decidimos descansar lo que nos quedaba de día y esa primera noche dormimos en casa de una vieja. No nos gustó el trato, se mostraron bastante bordes. A eso de las diez de la noche, uno de mis amigos estuvo charlando con una de las dueñas de la casa -en este caso, la hija de la vieja- y le dijo algo así como “si no os gusta el piso os podéis ir” y es que, encima, una de las habitaciones olía a mierda.
Al día siguiente fuimos a la casa de alquiler de una amiga de Marta, a unos cinco minutos de la anterior, ya que la suya estaba ocupada por un francés. Era un piso que nos salió bastante económico, pero que no tenía las comodidades del anterior. Podíamos “cocinar” más o menos.
Uno de los objetivos de la vuelta a La Habana era visitar lo que nos quedaba pendiente. Pero, como ya sabemos, la ciudad es gigantesca, hay mil cosas que hacer en ella y en Cuba las cosas van lentas. Aunque teníamos muchos planes para los siguientes seis días, no acabamos haciendo ni el 10%.
El primer día decidimos a dar una vuelta por El Vedado. A primera hora de la mañana fuimos a tomar algo a una cafetería en la que nos llevamos una desagradable sorpresa. Nos intentaron timar de mala manera. Al principio resultaron muy simpáticos, pero luego, al pedir la cuenta, todos los precios habían subido. Lo que en realidad costaba 20 dólares nos lo querían cobrar por casi 40. Después de una lucha emprendida por Antonio, el padre de unas amigas que había decidido visitar Cuba por su cuenta, logramos nuestro objetivo.
Y es que no puede ser más cierta la frase que dice “a veces con una sonrisa te la clavan por la espalda”. La lección que se extrae de estos casos es que mires siempre los precios antes de consumir y repases la cuenta. Al acabar este pequeño altercado, fuimos a La Rampa, un centro cultural/mercadillo muy recomendable, en el que uno podía comprar artesanía, ver espectáculos y etcétera por un módico precio.
Por la tarde tuvimos una de las experiencias más bonitas e impactantes del viaje. Gracias a Antonio pudimos ir al ático de Diana Balboa, una de las pintoras más reconocidas de Cuba, aunque después de equivocarnos de casa por una confusión muy divertida. La situación confusa fue la siguiente: Antonio estaba convencido de que Diana residía en un bloque azul de El Vedado, cercano a una gasolinera y enfrente del Malecón.
Fuimos a ese bloque. Llamamos al timbre y nadie respondía. Antonio creía que vivía en el 14º piso, pero resultó que ese piso no existía. Unos vecinos nos increparon. Se puso a chillar desde abajo “¡¡DIAANAAA, DIANAAA!!”, ya que cuando él fue unas semanas atrás, Diana le abrió mediante el grito de un cubano desde abajo. El boca a boca funciona en Cuba.
Después de insistir acabamos desistiendo y fuimos definitivamente a la casa de Diana. Es que encima el número de su casa no coincidía con la dirección de Diana. Una situación muy divertida. Nos reímos mucho.
Llegamos al ático y Diana nos recibió con una grata hospitalidad. Nos enseñó su espectacular piso, con vistas increíbles y con una decoración increíble, llena de cuadros y esculturas propias. Nos ofreció galletitas, café y un sabroso vodka ruso. Nos dio una clase magistral de filosofía y de experiencias vitales.
Era la atípica persona que te deja boquiabierto por todo lo que te puede llegar a explicar. Su mujer, fallecida hace pocos años, era la cantante cubana Sara González. Con ella estuvimos hablando de todo. De muchos aspectos de la sociedad y la historia cubana, de sus viajes como artista, de su concepción de la vida…
Recuerdo especialmente una frase que me marcó: “Prefiero la palabra reciprocidad a la de agradecimiento. Agradecimiento es un concepto cristiano, reciprocidad implica una correspondencia mutua”. La experiencia con Diana nos marcó.
Al día siguiente estuvimos paseando por La Habana Vieja, en la que, por cierto, los lunes no abren los museos. Nos tomamos un chocolate muy sabroso y fuimos a un mercadillo para comprar souvenirs, el mejor y el más barato que vimos en Cuba. Seguidamente comimos en un paladar en Moneda Nacional, en la Habana Vieja. Pese a ser el barrio más emblemático de la ciudad y el más turístico, uno puede encontrar sitios baratos -eso sí, siempre preguntando-.
Por la noche fuimos a tomar algo a un bar musical cercano a nuestra casa llamado El Cimarrón. Dio la casualidad de que unos jóvenes estaban tocando son cubano y nos pusimos a comer delante de ellos. Entablamos una relación amistosa y comenzaron a dedicarnos canciones, hasta que literalmente nos obligaron a salir a bailar. Me dieron las maracas y me animé a bailar en el escenario -con unas cervezas de más- y al final acabaron saliendo todos y pasamos una gran noche, mientras caía un tormenta tropical.
Nos quedaba poco tiempo en Cuba y aprovechamos para relajarnos y acabar de ver lo pendiente, así como despedirnos de Marta y Alberto.
Por ello, hicimos una fiesta con ellos en el que nos hicieron un lechón con tamales exquisitos (carne con maíz hervido) y bebimos y disfrutamos de una alegre y emotiva velada. También fui en barco a Casa Blanca, al centro cultural Bertolt Brecht a ver hip hop cubano, a la Universidad de La Habana –preciosa, – y al callejón de Hammel.
Llegó el último día (el vuelo salía a medianoche) y compré unos 14 libros. Nos despedimos de la familia, luego de que nos invitaran a comer en su hospitalaria casa. Nos vino a recoger un taxista muy amable que conducía un Lada, y nos explicó que había trabajado de ingeniero nuclear durante muchos años y que había estado en más de ochenta países. Después de eso llegamos al aeropuerto y comenzó la espera, de nuevo. Malditos aeropuertos y malditos vuelos.