Camagüey y Santa Lucía

Agosto 2016

A Camagüey, el ecuador del viaje, llegamos tras dos semanas viajando por la isla. Con 323.000 habitantes, es la ciudad más poblada de Cuba  después de La Habana y Santiago. Y personalmente es también la que menos me ha gustado del viaje. Tiene un centro histórico decente, bien conservado y agradable, a la par que laberíntico. Apenas estuvimos dos días y uno de ellos lo malgastamos en la mejor playa que estuvimos de Cuba, Santa Lucía.

El recibimiento en Camagüey fue extraño de por sí. Para evitar timos, entre algunas casas de alquiler se usan contraseñas. En este sentido, para poder entrar al piso y tomar contacto con la familia, teníamos que decir una palabra secreta, que era el nombre de la anterior casa.

Nos recibió una vieja que nos causó malas sensaciones desde el primer momento. La entrada de la casa estaba plagada de peluches y era todo superhortera. Tenía una terracita agradable. El problema de la mujer era lo precavida que era con la seguridad. Era una obsesa y no se iba a dormir hasta que nos fuésemos nosotros. Nos intentaba controlar y nos daba consejos absurdos.

No tuvimos contacto con la gente de Camagüey. Lo que más me gustó fue un restaurante que se llamaba La Tula, que era baratísimo y en el que la comida estaba muy sabrosa.

El segundo día en la ciudad fuimos a la playa de Santa Lucía, a más de una hora de camino. Era una preciosa playa de aguas cristalinas, con cocoteros y poca gente. Allí aprendí a abrir un coco con un palo, aunque normalmente se utiliza el machete. Afilas un palo con una piedra y le das forma de punta, posteriormente lo clavas por la raíz del coco y, si tienes suerte, encontrarás fortuna. El cocotero es el árbol de la supervivencia. En un clima cálido, te puede dar la vida.

Otra cosa que me llamó la atención en esa ciudad fue el Wi-Fi. En una de las plazas para conectarse había un grupo de jóvenes cubanos que ofrecían conectarse a Internet mediante un chanchullo que montaban. Resultaba un dólar más barato que lo que ofrece el Estado con las tarjetitas ETECSA. Les dejabas el móvil, te lo configuraban y, ¡tachán!, te conectaban a Internet. Les llamamos la “Mafia del Wi-Fi”. Era contrabando de la red.