Tánger, el faro del norte

Enero 2019

Desde la costa tangerina se puede observar España. A tan solo unos kilómetros está la costa de la península Ibérica. Hacía un día espléndido, sin nubes y con un sol radiante a principios de enero. Estábamos sentados en el famoso café Hafa –en Marruecos entendemos como café un lugar donde principalmente se consume té y se fuma hachís-, que disponía de varios pisos al aire libre que descendían en forma de escalera. El azul y el blanco, típicos colores de la arquitectura marroquí, abundaban en el edificio.

En el café había muchas mesas y sillas, lugares para sentarse y disfrutar de las preciosas vistas que ofrecía. El servicio del café consistía en dos hombres de muy avanzada edad que iban transportando los tés y vendiéndolos al momento por siete dirhams. Había grupos de gente de todas las edades y un olor a hachís incesante, lo que representa una de las costumbres marroquíes por excelencia.

El té cuesta 7 dirhams a lo largo del país (10 dirham = 1 euro). Los tés marroquís son excesivamente dulces para un paladar occidental y te puedes llegar a tomar dos, tres o incluso más dependiendo del día. Es el clásico té verde –de origen chino- con hierbabuena y una gran cantidad de azúcar, servido en vasos o en pequeñas teteras.

Además del famoso Hafa también hay otro café muy conocido, llamado Baba, situado en la Medina. No tiene nada de especial, pero históricamente ha sido un lugar donde celebridades como los Rolling Stones iban a fumar hachís. Un té y un porro de hachís acompañado de unas preciosas vistas: algo común en los cafés.

La Medina o ciudad vieja de Tánger es preciosa y laberíntica. Pese a su reducido tamaño, era complicado orientarse y yo me daba por satisfecho con recordar el camino que te llevaba a alguna de las dos  salidas. Además, a medida que nos adentrábamos por sus estrechas calles, la capacidad pulmonar iba decreciendo debido a las constantes cuestas. En las medinas es fácil perder el rumbo y no te das cuenta de si estás subiendo o bajando. Así que, por momentos, veías que tu habla se apagaba.

Mi consejo sería que hables poco mientras caminas por la Medina, tanto para evitar cansarte más como para evitar ser escuchado en un idioma diferente al darija. También cabe tener en cuenta el papel de la comunicación no verbal en estos lugares. Las miradas en Marruecos son más duras y penetrantes que en España, pero no significa necesariamente una confrontación; simplemente, uno tiene que ganarse bien el respeto con las miradas. El contacto es constante. A veces, cuando te agarran del brazo de manera amistosa, me recuerda a las abuelas que te están dando un sermón.

El primer día en Tánger estábamos hambrientos. Perdiéndonos por la Medina encontramos un pequeño restaurante agradable en el que servían cuscús, que por tradición se prepara los viernes. Pedimos un plato cada uno de cuscús con pollo, acompañado de una especie de bebida tropical extremadamente dulce (la coca-cola lleva más azúcar que en otros países). El precio del cuscús varía entre 30-40 dirhams y las raciones son gigantescas.

Estábamos alojados en un hostal administrado por unos franceses bastante modernos. Era un clásico hostal marroquí, una casa reconvertida con estilo francés. Supongo también que se tratarán de expats, que son en esencia inmigrantes pudientes -que en otro contexto se llamarían simplemente inmigrantes-. Alfombras, cuadros y orfebrería árabe predominaban, pero todo tenía un toque excesivamente chic con el indisimulado objetivo de atraer turistas de todo el globo. Disponía de un vestíbulo luminoso, de algún gato suelto –domesticado- y de una terraza enorme con vistas a la ciudad, con las clásicas comodidades de este tipo de hostales.

El desayuno, sin embargo, dejaba que desear en lo que a variedad se refiere. Pan, queso, dulce y solamente un par de frutas diferentes, teniendo en cuenta lo que hay en el país. El café, como en el resto de Marruecos, es bebible pero no deseable. Y, además, el desayuno venía con mermelada en vez de con miel, copiando así el estilo francés en vez del marroquí.

Tánger, en líneas generales, me pareció una ciudad próspera. Con un millón de habitantes con el área metropolitana, constituye la quinta metrópolis de Marruecos. La oferta cultural y de ocio es grande, desde extensas playas con sus respectivos gigantescos bloques de pisos hasta bulevares donde beber alcohol y locales con prostitución. Cuentan por las calles que a los saudíes les gusta ir a estos últimos y así de paso dejan caer unos barriles.

Fui a un bar donde predominaban expats, turistas como yo o marroquíes medios, donde se podía beber alcohol, pese a las restricciones que rigen en Marruecos. Es extremadamente difícil conseguir alcohol y solamente unos pocos tienen derecho a venderlo. Y, como siempre, pese a lo que dictamina el Corán, las religiones son abiertas, variadas y poco estrictas en la realidad. Cuentan que durante las primaveras árabes, en esos momentos de anarquía, los marroquíes atracaban los lugares prohibidos: aquellos con reservas de alcohol.

Desde principios de los años veinte del pasado siglo, la ciudad tenía un notable carácter internacional debido a que ejercía de protectorado para países como Portugal, Francia y España. Es decir, tenía un carácter único en el país, siendo el único protectorado internacional compartido por varios países. La ciudad permaneció en manos extranjeras hasta 1956, cuando Marruecos proclamó su independencia de Francia y España, que controlaban el norte y el sur del país respectivamente.