Cuando un patinete eléctrico me adelantó

Septiembre 2018

El día iba viento en popa. Todo parecía ir bien. A las 14.45 de la tarde me dirigía hacia Monumental para comprar unos libros de francés de segunda mano (nunca sabes cuándo te puede ser útil la economía colaborativa). Iba con mi Bicing, con la tarjeta recién obtenida y dándole un uso a destajo. Como cuando te compras ropa y te la quieres poner el primer día.

De hecho, fue una de las primeras cosas que hice al volver de Edimburgo. Confiaba plenamente en la bicicleta como método de transporte. Haces relativo ejercicio, llegas rápido a los sitios (excepto si son de larga distancia), tiene un precio inferior a los cincuenta euros al año y, además, la red de carriles bici en Barcelona es cada vez mayor.

De todas maneras, la ciudad sigue siendo irritante. La contaminación, el ruido, las obras y la densidad de cosas en general convierten los trayectos en bicicleta en algo salvaje. La avenida Meridiana es un claro ejemplo. Frente a la Barcelona de los turistas, eso es un sálvese quien pueda. Los coches van muy rápidos y hay muchos cruces, a lo que hay que añadir las obras que dificultan el paso. Aun así, sigo pensando que Barcelona es una ciudad favorable a la bicicletización. Sin lugar a dudas.

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Orgullo ciclista

Pese a todo esto, el día iba bien. Hasta que, al dejar la Meridiana y tomar Consejo de Ciento, ocurrió algo muy extraño. Junto a más ciclistas (un Glovo y una hípster), íbamos en dirección al centro de la ciudad. Incluso se llegaban a formar colas entre los tres -aprovechando así el ventajoso rebufo- cosa que demuestra que la ciudad se sigue bicicleteando. También estábamos sufriendo, ya que hacía un calor supino y una ligera inclinación. Todos íbamos relativamente sudando, haciendo gemelos y manteniendo nuestro cuerpo en forma.

Hasta que, a toda velocidad, una chica en patinete eléctrico nos adelantó por la izquierda. El esfuerzo de los tres era evidente y las condiciones eran adversas, sumando también la competición subconsciente por ver quién llegaba primero, aunque no supiésemos nuestros destinos. Cuando la chica del patinete pasó, me puse a pensar detenidamente e incluso reduje mi intensidad al pedalear. Había sido, de alguna manera, humillado.

Pero no por la velocidad, sino por los aires de grandeza del patinete. Era una especie de grandeza espiritual lo que rodeaba a esa chica. Una posición erguida, con la bolsa de su trabajo colgada en sus hombros. La velocidad que cogía el patinete tenía efectos en el deslizamiento de su pelo hacia atrás, haciendo aún mayor su superioridad. Mi humillación me llevó a intentar adelantarla en varias ocasiones.

Las triquiñuelas del ciclista son bien conocidas, ya que a la vez uno es peatón y vehículo. Es decir, las reglas no existen. Sin embargo, con el patinete eléctrico no hay opción a jugársela tanto. Así que aprovechaba esos momentos para adelantarla. Pero a la que había una recta de nuevo, el patinete me adelantaba y dejaba atrás sufriendo, sudando y con la autoestima por los suelos. Había sido adelantado por un patinete.

La fiebre del patinete eléctrico es evidente. Es una de las cosas que más me ha llamado la atención al volver a Barcelona. Por unos trescientos euros puedes conseguir uno por internet. La tecnología puede ayudarte a mejorar y a hacer la vida más fácil, pero el orgullo de un ciclista, pese a ser adelantado, humillado y otras demás vejaciones, es insuperable. Vivan las bicis.