Respiré el aire griego por primera vez a las 16.30. Unos 12 grados de temperatura en pleno diciembre. Resultaba agradable. Había una sensación de ligero descontrol, que se hacía evidente en el abarrotado autobús dirección al centro de la ciudad, el cual conseguí por tres euros gracias a mi carnet de universidad caducado; aunque de haberlo sabido no hubiese pagado. A las afueras de Atenas abundaban los negocios cerrados, como los concesionarios y las tiendas de ropa.
Un tono gris y descuidado inundaba los edificios, acompañado de variados y coloridos grafitis, que decoraban la metrópoli junto a sus históricas construcciones de la época antigua. El tráfico resultaba anárquico, diferente al de cualquier ciudad supuestamente ordenada y occidental, aunque resultó fácil acostumbrarse. Cuando comencé a caminar por sus calles pensaba inevitablemente en las novelas del greco-turco Petros Markaris. Este distinguido escritor de la Grecia decadente detalla a la perfección el día a día de un país sumido a la depresión, al caos y a la miseria económica; las nociones de Markaris nos fueron acompañando (a mi colega y a mí) a lo largo de la experiencia.
Una vez en Plaza Síntagma, centro neurálgico de la ciudad, un hombre moreno me pide el móvil -con mucha educación- para hacer una llamada. Después de vacilar cinco segundos, voy a dejárselo sin miramientos. Pero justamente en ese momento aparece un amigo suyo que viene a recogerlo, ya que el hombre venía del aeropuerto y no podía hacer llamadas. Esa fue la primera toma de contacto con la realidad ateniense, donde la sensación de seguridad no es muy alta: ¿dudé por el color de piel?
Mientras nos acercábamos a Omonia (lugar donde nos hospedábamos), uno de los barrios céntricos de la ciudad, la atmósfera iba cambiando repentinamente. El cierto esplendor de la Atenas moderna de la Plaza Síntagma desaparecía. En nuestro camino un hombre mayor nos preguntaba a dónde nos dirigíamos. Amablemente y tras soltar las típicas frases en español, nos indicó la dirección. Antes de irnos, sin embargo, se volvió a acercar, pero esta vez advirtiendo de los peligros de Omonia. Con un particular movimiento de dedos –que jamás olvidaré- haciendo referencia a los alrededores de la plaza de Omonia, nos dijo que tuviésemos cuidado que había mucho ladrón, remarcando a los albaneses y a los turcos como principales artífices.
Unas horas atrás en el avión leía un libro que hablaba precisamente de eso, de cómo los griegos se llevan mal con los turcos y los albaneses (y con otros más como los macedonios). Las raíces históricas están presentes muchos años atrás, pero especialmente datan en la Primera Guerra Mundial y en el fin del Imperio Otomano. Especialmente, turcos y griegos tienen una relación históricamente conflictiva. Ambos países tuvieron disputas bélicas por la isla de Creta en 1897 y con el fin del legado otomano entre 1919 y 1922. Hoy en día, la isla de Chipre, dividida en dos mitades, sigue siendo también un asunto candente. En líneas generales, la historia que concierne a la historia turca y griega me resulta de lo más interesante. Los griegos herederos del Imperio Bizantino y los turcos provenientes del Asia Central crearon una realidad única entre el Mar Mediterráneo y el Mar Negro, el gran puente de civilizaciones. Bizancio pasó a llamarse Constantinopla, y Constantinopla pasó a llamarse Estambul.
Llegamos al barrio y esperamos a Panagliotis, el hombre que nos alquilaba la habitación, que no llegó puntual, como la gran mayoría de cosas en Atenas. En la puerta del edificio estaban esperando una pareja de argelinos con dos niños y un yemení que les ayudaba, acompañados de una chica vasca que hacía de intermediaria. Tenía hambre y fue a pillar algo para merendar. Seguidamente apareció la policía. Omonia es un barrio donde hay muchas drogas, robos y prostitución, y por lo tanto la policía hace registros constantes. Nos pidieron documentación y nos preguntaron de donde veníamos. Al decir España no pasó nada, y seguidamente escribieron nuestro nombre y pasaportes en una libreta, de una manera un poco rudimentaria.
Los policías, de gran tamaño y tono vacilante, parece ser que acudieron a la llamada del conserje del edificio, que había alertado acerca de la presencia de extraños en el portal. Según Petros Markaris, la extrema derecha en Grecia, representada en el partido neonazi Amanecer Dorado, está muy presente en varios sectores de la sociedad, como en la policía y los cuerpos de seguridad. El yemení, que también venía de Lesbos pero que llevaba en el barrio un tiempo, dijo que por la zona había mucho alibaba (ladrones en árabe). Alcanzamos la habitación, que formaba parte de un cutre apartahotel, sin cocina y con unas comodidades muy básicas. La familia de argelinos pagó en mano por vivir en la habitación durante un mes, intentando regatear para dejarlo en menos dinero. ¿Qué supone pasar de un lugar tan inhumano como Moria a una habitación?
Tras asentarnos fuimos a Exharquia, donde tomamos unas cervezas. Me llamó la atención el sistema de recogida de las botellas de vidrio; era curioso, consistía en dejarlas en el suelo para que un mendigo las recogiese y saque un céntimo por cada una de ellas. En la plaza de Exharquia, centro del barrio, comenzaron unas pequeñas hogueras. Sí, en medio de la ciudad. Nos acercamos a ver hipnotizados por el fuego y entablamos conversación con dos jóvenes kurdos sirios. A uno le habían dado el pasaporte recientemente y a otro se lo iban a dar en unos meses. Estaban bastante contentos y colaboraban con organizaciones de refugiados. Los dos hablaban español y hablaban muy bien de España; les encantaba Barcelona y Madrid y decían que los españoles son muy solidarios. Uno de ellos sabía siete idiomas: farsi, árabe, griego, inglés, castellano, kurdo y alemán. Poco a poco uno se iba dando cuenta de la importancia de saber idiomas para relacionarse y avanzar socialmente.
Luego de eso estuvimos paseando por Atenas. Primero por Omonia y su gigantesca plaza, luego por Monastiraki y por Kerameikos, una zona de discotecas con una plaza que queda cerca del campo de refugiados. Allí nos reunimos –antes de empezar el voluntariado en sí- con un grupo de refugiados, principalmente afganos e iraníes y un sudanés, que me estuvo explicando la situación de su país. Sudán del Sur se había independizado de Sudán, constituyéndose como el Estado más joven del mundo y me explicó que era muy reduccionista basar el conflicto en una cuestión meramente religiosa. También había un grupo de voluntarias estadounidenses. Tomamos unas cervezas en la plaza y luego fuimos a una discoteca de gente guapa. Éramos un grupo de unas 15 personas pasando el rato en un moderno lugar, sin causar problemas. Hasta que de repente, a unos afganos que querían entrar con posterioridad, les denegaron la entrada argumentando que la sala estaba llena.
Y evidentemente no lo estaba. A raíz de estos hechos salimos todos de la discoteca, en la que los afganos, muy dolidos por ese ataque a su identidad, se enfrentaron verbalmente a los porteros griegos. Los afganos hablaban mucho mejor inglés que los griegos. A los dos minutos aparecieron dos tipos gigantes, con aspecto neonazi, para intentar “calmar” la situación, y al minuto llegó otro cabeza rapada. Sorprendió ver la organización de cierta sociedad griega para repeler a unos refugiados que estaban simplemente pasándoselo bien. Los refugiados no pueden entrar a muchos lugares.