Rumbo al Cáucaso

Febrero 2019

Fue un ligero vuelo. El avión estaba prácticamente vacío y el servicio fue excelente. Tuve la oportunidad de probar por primera vez el vino georgiano, que era conocido como el mejor de la Unión Soviética. Aterrizó a la madrugada, sobre las dos o tres de la mañana.

El aeropuerto internacional de Tbilisi, el más grande y concurrido del país, parecía un pequeño casino, con anuncios que te incitaban a apostar. Tenía multitud de iluminación como el aeropuerto de Nueva York, pero le acompañaba un estilo necesariamente hortera.

Nos vino a buscar a una gigantesca furgoneta Mercedes, decorada con todo tipo de luces. 

La experiencia la expliqué en un artículo, pero mi espíritu explorador fue mucho más allá ¿Cómo verían mis ojos a este nuevo y desconocido país?

Era la vez que me desplazaba más al este, con un total de 3500 kilómetros en línea recta desde Barcelona. Y era la primera vez que entraba en una región que se encontraba entre “Europa” y “Asia”. 

Cultura de vinos en Georgia.

Cualquier momento era razón para una reflexión.

En el curso que iba a hacer compartiría espacios con jóvenes de catorce países diferentes -muchos de los cuáles apenas conocía- como azerbaiyanos, armenios, georgianos, pero también indios, ucranianos, macedonios, rusos… la formación era otro crisol. 

El viaje no era ni turístico ni mochilero.

Se trataba de una formación internacional financiada por el programa Erasmus +, en el que a un grupo de veinticinco jóvenes nos formaban en resolución de conflictos y construcción de paz.

Sin embargo, cualquier experiencia fuera puede considerarse un viaje, y convertirse en una vía sumamente útil para intentar descubrir un país y una región. 

No únicamente se descubre un país moviéndose por él, sino que muchas veces el hablar con gente de ese lugar, independientemente de dónde te encuentres, te da también una visión importante y hace volar tu imaginación.

La realidad existe ante todo por cómo la imaginamos. 

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