Marsella y su historia argelina

Noviembre 2018

Después de desayunar unos buenos croissants franceses acompañados de un café, partimos hacia Marsella. El camino incluía pasar por la Camarga, la desembocadura del río Rodano. Nuestra ruta incluía hacer una parada por ahí, pero la lluvia no lo permitió. Así que bajo recomendación de un francés vimos ligeramente Nimes. Bastante moderna, con centro histórico muy turístico y renovado, además de un bonito anfiteatro al que no entramos ya que valía 8 pavos o más. La lluvia no acompaña para ver los sitios con claridad.

Abandonamos Nimes y por fin nos dirigimos a Marsella, dejando atrás la Occitania actual, a la cual llegamos sobre las cuatro de la tarde. Conforme nos acercábamos íbamos viendo el enorme puerto y los enormes edificios. Cierta degradación se intuía desde las afueras. Una especie de abandono administrativo en la segunda ciudad más grande del país, con un millón de habitantes. 

Al llegar, aparcamos en el centro de la ciudad, que al tratarse de sábado tarde tuvimos que pagar un poco, ya que se volvía gratuito a las 18.00. Seguidamente, nos dirigimos al hostal. Las primeras sensaciones iban apareciendo, y daba la sensación de estar más en Argelia que en Francia. Sorprendente a vistas del turista.

Marsella ha sido siempre la puerta francesa al Mediterráneo. Históricamente, desde la época griega, ha tenido sus enclaves estratégicos y ha servido como lugar de crisol de civilizaciones.  Remontándonos a su historia más moderna, Marsella es el puerto que conecta Argelia y Francia, dónde miles de europeos –principalmente franceses- se habían asentado en el país tras la colonización en el siglo XIX.

Después de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente tras la descolonización en 1962 y la independencia del país, Francia recibió 800.000 inmigrantes –de origen francés principalmente y de religión católica, judía o musulmana- llamados pied-noirs (repatriados franceses), llegando al puerto de Marsella. En esas épocas, los pied-noirs eran prácticamente el 10% de la población de Argelia.

Estos movimientos masivos de población, o mejor dicho migraciones internacionales o diásporas, son obras de ingeniería social tremendamente complicadas y difíciles de controlar. ¿Cómo un país puede albergar en tan poco tiempo a tanta gente? Al llegar a Francia, los pied-noirs tuvieron graves problemas de integración en la sociedad francesa, que iban desde problemas administrativos hasta de costumbres, tras años viviendo fuera y generaciones asentadas.

En este sentido, Marsella siguió siendo el nexo entre Argelia y Francia tras la independencia de Argelia. A partir de allí, el país colonial fue recibiendo paulatinamente, durante los años 60 y 70, miles de inmigrantes argelinos, debido a la guerra, el caos y las desigualdades en Argelia. Así pues, con el tiempo se fue asentando una comunidad argelina y magrebí en el país Galo. En Francia hoy en día hay un 10% de inmigrantes, unos 8 millones aproximadamente, de los cuales casi un 20% son argelinos y otro 15% son marroquíes. Marsella es la ciudad más musulmana de Europa, con aproximadamente 250.000 musulmanes.

Pasear por Marsella es apasionante en este aspecto. El barrio de  Noailles, situado en el centro de la ciudad, es una especie de Raval de Barcelona pero más exagerado, con un estilo más argelino y en muy mal estado. Nos zampamos un enorme y sabroso plato de kebap acompañado de una salsa llamada “Argelia”, a la vez que nos ofrecían marihuana por la calle o veíamos el regateo clásico del mercado árabe.

En general resumiría a Marsella como una ciudad canalla y underground. La última noche, cuando íbamos en busca del hostal, nos perdimos por el centro. Llegamos a una zona donde había un par de bares bastante grandes con gente alternativa, además de una plaza ocupada por una acampada.

Se trataba de una lucha vecinal por la remodelación de la plaza. Preguntamos a los gestores del hostal si sabían algo y comenzaron una ardua discusión. Primero en inglés, luego en francés. Cuando se quiere hablar claro la lengua madre sale inevitablemente. La discusión iba sobre si se debería llevar a cabo la reforma o no. Básicamente, sobre si la plaza se iba a gentrificar, siguiendo el desarrollo urbano capitalista de las ciudades, o si valía la pena mantenerla para seguir teniendo un lugar contestatario. Debates que, como vemos, existen en todo el mundo.

El melting pot hace de Marsella una ciudad muy interesante, con cierta efervescencia cultural. Un puerto activo con bares (las pintas en Francia valen cinco euros) y restaurantes, un barrio bohemio llamado Le Panier, un agradable barrio antiguo con grafitis, galerías de arte, negocios hípster y plantas en la calle. A lo lejos, desde prácticamente cualquier punto de la ciudad, se puede observar la Basílica de Notre-Dame de la Garde, a la que no fuimos por falta de tiempo.

Tocaba volver tras dos días deambulando por Occitania. Partimos a primera hora de la mañana con una ligera resaca de la noche anterior. Nos esperaban bastantes horas de coche, por lo que pagamos algún peaje (hay muchos y muy caros) más que a la ida. Una de las primeras paradas la hicimos en un pueblo llamado Sant Gilles, para picar y descansar algo. Había un mercadillo enorme que ocupaba la mitad del pueblo y que bordeaba el río. Un café, un trozo de pollo y una boina me llevé, la cual al rato me di cuenta de que era pequeña para mi gran cabeza. 

Seguimos tirando y pusimos gasolina en la Junquera, un clásico. Fuimos recorriendo los alrededores de Girona y hablando de la vida, hasta llegar a un restaurante en Blanes, donde comimos como reyes. Llegamos a casa sobre las 18.00 y una desconexión como esa, a la vez que una conexión con la cultura francesa, fueron un ingrediente secreto para la felicidad.

Deja un comentario