Julio 2015
Ando de turismo en un apartamento céntrico de París, en una especie de Raval barcelonés, en pleno verano. Se trata de un barrio con mucha inmigración, acompañado del famoso proceso de gentrificación que afecta a tantas ciudades en el mundo, aunque en realidad le tendríamos que llamar capitalismo urbano.
Uno puede ver en la misma calle una peluquería nigeriana y un barbero paquistaní junto a un bar de cócteles lleno de hipsters o start ups. Esas contradicciones me ayudaron a probar por primera vez el Gyros griego, el enrollado clásico de Grecia. Estas contradicciones también son inherentes de la modernidad, y por ende, la atraen, generando una especie de fetichismo de la pobreza.
Mi bloque de pisos está metido en una callejuela muy agradable, en la cual necesitas un código para entrar. Está repleta de plantas, bicicletas y mesitas agradables para tomar café. Contrasta con lo visto en la calle.
Se puede pasear con relativa tranquilidad y la cantidad de turistas es increíble, ya que es una de las ciudades más turísticas del mundo. Pero sin duda alguna hay menos densidad de gente que en Barcelona, una ciudad dominada por los guiris (manera en la que se llama a los extranjeros blancos con dinero en España) entre los meses de mayo y septiembre, momento en el se convierte en algo agobiante y calurosa en la que hasta cuesta vivir.
El parisino, conocido por su arrogante carácter, puede tomarse una cerveza en el agradable río Sena, repleto de gentes tomando vino y bailando. El barcelonés se la toma en el bar chino de enfrente de casa.
Llama la atención la presencia de militares con fusiles campando por la ciudad. Uno los puede observar en lugares públicos muy concurridos como la Torre Eiffel o delante de una sinagoga en el barrio judío. El atentado más conmovedor de los últimos tiempos, el del ataque a la revista satírica Charlie Hebdo que se saldó con trece muertos, había ocurrido tan solo hace unos meses. La militarización es contradictoria de por sí, ya que genera una sensación de seguridad e inseguridad a la vez. Cuando ves a un militar piensas que te te puede defender, pero a la vez significa que hay un peligro. Es un pez que se muerde la cola.
Pese a esto, París es una ciudad con un encanto increíble. La visité con apenas ocho años y ya tenía buenos recuerdos, aunque borrosos. Únicamente paseando por la ciudad se puede disfrutar de la preciosa arquitectura y de las grandiosas calles. La grandiosidad de los edificios te deja boquiabierto, reflejando ese poderoso pasado francés, desde la majestuosidad del museo de Louvre hasta la catedral de Notre Dame. La famosa belleza de las mujeres francesas, los cientos de parques y jardines, los pintores y artistas urbanos, y la gran cantidad de vida que emergía en aquellos momentos, hacía de de París una de las ciudades más emblemáticas del mundo.
París es una ciudad repleta de historia, capital revolucionaria a nivel mundial por excelencia, marcada por grandes acontecimientos como la Revolución Francesa, la Comuna de París y el Mayo del 68.
La miniaventura familiar parisina acabó con una visita a Disneyland, un parque de atracciones que es un jodido timo sacadinero. Por el mero hecho de cumplir sueños infantiles, este parque cobra nada más y nada menos que 80 euros. Recuerdo largas colas de más de 30 minutos para hacerse una fotografía con Winnie de Pooh. En resumidad cuentas, Micky Mouse es un explotador y Portaventura siempre estará presente.